Mié. Dic 4th, 2024

El encuentro tiene lugar en un almacén de Kiev donde se recogen medicamentos, kits de emergencias y otros productos para los soldados ucranios que luchan en el frente. Taras, un voluntario de 45 años que echa aquí todo el tiempo libre que le deja su trabajo, pide no desvelar la localización para no dar pistas al enemigo. “Por supuesto que estamos cansados tras casi dos años de invasión a gran escala”, admite en un momento de la conversación. “Mucha gente me pregunta por la fatiga de la guerra. Y sí, claro que existe. Pero además de fatigados, estamos furiosos con los rusos y muy orgullosos de nuestra capacidad de resistencia. A los que dudan tan solo les pido una cosa: que se aparten, que no entorpezcan en nuestro camino hacia la victoria”, remata solemne.

Estas palabras resumen bastante bien el estado de ánimo de la docena de entrevistados del mundo político, militar y cultural a lo largo de esta semana, en un viaje organizado por la ONG cultural PEN Ukraine en las provincias de Kiev y Chernihiv al que asistió este periódico. La certidumbre sobre la victoria final —tan habitual en el discurso de muchos ucranios desde el pasado 24 de febrero de 2022, cuando Rusia lanzó toda su furia contra el vecino del suroeste— empieza a mostrar ciertos matices a la vista de los problemas que se detectan en el horizonte.

Taras, voluntario de una ONG que suministra material sanitario al ejército de Ucrania, el lunes pasado en Kiev.Luis Doncel

Por una parte, la tan anunciada contraofensiva no ha dados los frutos esperados y la llegada del invierno —palpable ya esta semana en Kiev, donde han empezado las primeras nieves— anticipa un estancamiento en el frente. No se prevén grandes cambios por lo menos hasta después del verano de 2024, según analistas militares ucranios y estadounidenses. La capital, además, ha sufrido este sábado el mayor bombardeo con drones bomba Shahed de toda la guerra, un movimiento que las autoridades interpretan como la señal de una nueva campaña rusa de bombardeos para interrumpir servicios energéticos esenciales durante el invierno. Pero casi peores son las noticias que llegan del extranjero.

La guerra de Gaza ha robado a Ucrania la atención de gobiernos y de la opinión pública mundial. Tras 21 meses de guerra, —a gran escala, coletilla que los ucranios añaden automáticamente, como si tuvieran un resorte, para recordar que la agresión del Kremlin no comenzó el año pasado, sino en 2014, con la anexión ilegal de Crimea— el riesgo de agotamiento en las capitales occidentales es palpable. Según publicó el viernes el diario Bild, Estados Unidos y Alemania quieren forzar al líder ucranio, Volodímir Zelenski, a una negociación con los rusos lo antes posible. Para ello, planean suministrar tan solo el armamento estrictamente necesario para que las defensas ucranias no se vengan abajo, según el tabloide alemán.

EE UU, el gran soporte militar y económico de Ucrania en estos dos años, parece ahora uno de los eslabones más débiles de la cadena. Los paquetes de ayuda a Kiev se enfrentan a crecientes dificultades para salir adelante en el Congreso. Pero más peligroso aún es el hundimiento de la popularidad del presidente Joe Biden. Los republicanos, que no ocultan su voluntad de cortar las transferencias milmillonarias a Ucrania, tienen bastantes papeletas para volver a la Casa Blanca tras las elecciones del próximo noviembre. Ahora, la peor pesadilla para Zelenski no se llama Vladímir Putin, sino Donald Trump.

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Frente a todos estos fantasmas, en Ucrania repiten que el apoyo de Occidente a su causa es firme, como han demostrado esta semana las visitas del secretario de Defensa de EE UU, Lloyd Austin, y del presidente del Consejo Europeo, Charles Michel. Y niegan con vehemencia que se acerque el momento de asumir la dura realidad de que va a ser imposible recuperar el control total de sus fronteras.

“Cuando llegue el momento de negociar una salida a esta guerra, solo Ucrania podrá decidir qué paz está dispuesta a aceptar. No creo que ni la UE ni EE UU estén pensando en forzar a Zelenski a firmar un acuerdo con concesiones dolorosas, de paz por territorios”, asegura una fuente diplomática europea.

Puede que esa posibilidad no esté sobre la mesa. Pero en algunas conversaciones se empiezan a advertir ciertos matices. La derrota completa de Rusia ya no es la única opción que barajan algunos militares. “No hay una sola forma de victoria. Lo fundamental es salvar nuestra cultura y una parte significativa de nuestro territorio”, asegura en un restaurante de comida tártara Petró Yatsenko, antiguo escritor y ahora soldado. Él prefiere no decirlo así, pero cuando habla de salvar “una parte significativa” del territorio abre la puerta a que no sea su totalidad.

Yatsenko se ocupa de las relaciones con los prisioneros de guerra rusos y del intercambio entre cautivos de uno y otro país, programas paralizados desde agosto. El escritor y soldado alerta sobre las terribles consecuencias que tendría una victoria de Putin: “Los europeos pueden estar empezando a olvidarnos, pero les recordaría que esta lucha importa porque somos la puerta de Europa. Si los rusos ganan aquí, la amenaza seguirá creciendo en todo el continente”.

Mijaílo Savva, experto que recaba pruebas sobre posibles crímenes de guerra cometidos por Putin, asegura que los aliados no van a olvidar a Ucrania porque este es un conflicto “sin precedentes” desde la II Guerra Mundial. “No puedo adivinar el futuro, pero no descarto que tengamos que hacer concesiones dolorosas. Si esto ocurre no será porque nuestros aliados nos olviden, sino porque su ayuda no habrá sido suficiente”, concluye.

Diez años del Maidán

Esta semana se han cumplido 10 años del inicio de las protestas proeuropeas que cambiaron la historia de Ucrania. Las marchas del Maidán comenzaron con un simple post en Facebook. “Venga, chicos. No os limitéis a poner un ‘me gusta’. Decid que estáis preparados y tratemos de hacer algo”, escribió el periodista Mustafa Nayyem el 21 de noviembre de 2013. Este mensaje luce ahora enmarcado en una pared del restaurante La última barricada, situado en un sótano a pocos metros de esa plaza de la capital donde, meses después de que se publicara ese post, acabarían muriendo más de un centenar de personas a manos de las fuerzas de seguridad del presidente prorruso Viktor Yanukóvich.

Tamila Tasheva, representante del presidente de Ucrania en la República Autónoma de Crimea, el martes en su oficina de Kiev.
Tamila Tasheva, representante del presidente de Ucrania en la República Autónoma de Crimea, el martes en su oficina de Kiev.

Estos acontecimientos derivaron en la huida de Yanukóvich en febrero de 2014 y, a los pocos días, en la anexión rusa de Crimea. Tamila Tasheva es la representante de Zelenski en esa península del mar Negro. Esta mujer tártara salió de Crimea cuando entraron las tropas del Kremlin. Desde entonces no ha vuelvo a ver a sus padres. No es la primera vez que los tártaros sufren el exilio. Stalin ya expulsó a más de 191.000 miembros de esta comunidad musulmana originaria de la región —entre otros, sus padres y abuelos— en 1944. Y ahora ve cómo se repite esa maldición.

“La comunidad internacional fue incapaz de impedir en 2014 que los rusos se quedaran con nuestro territorio”, asegura en el edificio del centro de Kiev desde el que trata de imaginar cómo será una futura Crimea en manos de Ucrania. En ese momento —que nadie sabe cuándo llegará, si es que alguna vez lo hace—, asegura, habría que expulsar a los 800.000 ciudadanos rusos que en la última década han entrado en la península, que en 2014 tenía 2,3 millones de habitantes. Tasheva ve este repoblamiento como una iniciativa “neocolonial” rusa, cuyo objetivo es arrancar de las huellas tártaras y ucranias del territorio. “Entendemos que habrá casos complicados, como los matrimonios entre miembros de las dos comunidades”, explica. La lengua sería otro elemento conflictivo en una futura Crimea liberada, donde el dominio del ruso es absoluto. “Tendríamos que ir introduciendo de forma gradual el ucranio y el tártaro”, añade.

Tasheva no tiene dudas. Está convencida de que Zelenski jamás aceptará un acuerdo de paz que suponga ceder ni un centímetro de territorio: “No hablamos solo de tierras, sino de personas. Los tártaros de Crimea solo podemos sobrevivir en Ucrania. Rusia destroza nuestra herencia cultural”.

Guerra cultural

La guerra de Gaza no solo ha apartado el foco sobre Ucrania. También ha reducido el ritmo de entrega de armas, como ha reconocido el propio Zelenski. El líder ucranio —de origen judío— ha mostrado un apoyo sin fisuras a Israel. La muerte de cerca de 15.000 palestinos amenaza con alejar a una parte de la opinión pública mundial. Son los que critican el doble rasero occidental, que califica de crímenes de guerra los ataques rusos a la población ucrania, pero no hace lo mismo cuando provienen de Israel. Una fuente de una institución cultural de Kiev admite que Biden no hizo un favor a su país al equiparar la causa israelí y la ucrania.

“Esta guerra no se ganará solo con tanques. El proyecto imperial ruso es imposible con una Ucrania potente en lo cultural. La victoria nunca será completa si no va acompañada de una victoria cultural”, opina Volodímir Sheiko, director del Ukrainian Institute.

Yuri Matsarskii y Max Kolesnikov, veteranos ucranios de la guerra contra Rusia, este jueves en Kiev.
Yuri Matsarskii y Max Kolesnikov, veteranos ucranios de la guerra contra Rusia, este jueves en Kiev.

Yuri Matsarskii, antiguo periodista y ahora soldado en la reserva, también nota cómo el paso del tiempo y la aparición de nuevos conflictos alimenta el desinterés por Ucrania. “Antes recibía constantes mensajes de amigos periodistas de otros países que me preguntaban por la situación. Ahora, cada vez son más raros. Para ellos, la guerra se ha convertido en algo normal”, confiesa este hombre de 43 años que sustituyó los micrófonos de la radio por un fusil. “Sí, la contraofensiva está siendo más difícil de lo esperado. Pero eran otros los que confiaban en una operación relámpago. Nosotros, los militares, siempre supimos que el avance no iba a ser tan rápido”, señala.

A su lado, Max Kolesnikov, 46 años, recuerda el horrores de los 10 meses de cautiverio en una prisión de la provincia rusa de Briansk. Después de tres semanas defendiendo Kiev, su comandante se rindió ante la apabullante superioridad del invasor. Ese día de marzo del año pasado empezó un calvario de palizas, hambre y humillaciones. Perdió 35 kilos. Unos amigos reconocieron su tatuaje en el cuello en unas imágenes de presos que mostraba la televisión. Así se enteró su familia de que estaba vivo. Pasados los meses, sus carceleros le dejaron enviar a casa un mensaje de solo cuatro palabras. Escribió: “Vivo”, “sano” y “todo bien”. En la prisión, se dedicaban a memorizar los teléfonos de los compañeros para ponerse en contacto con la familia si eran liberados.

El pasado febrero salió libre gracias a un intercambio de prisioneros. Ahora está a la espera de que un tribunal evalúe si puede volver a la guerra tras la operación de rodilla a la que se sometió en mayo por una atrofia muscular ocasionada por los golpes de los guardianes de la prisión.

Iván Polhui, el miércoles en Yahidne, al norte de Ucrania. Polhui fue víctima de la ocupación rusa de su pueblo en marzo de 2022, que obligó a sus más de 300 habitantes a pasar un mes encerrados en un sótano.
Iván Polhui, el miércoles en Yahidne, al norte de Ucrania. Polhui fue víctima de la ocupación rusa de su pueblo en marzo de 2022, que obligó a sus más de 300 habitantes a pasar un mes encerrados en un sótano.Artem Galkin (https://www.facebook.com/artem.g)

Las heridas de Iván Polhui, de 63 años, no son físicas, pero no por ello son menos evidentes. Este hombre pasó un mes encerrado en el sótano de una guardería con los más de 300 habitantes de Yahidne, un pueblo cercano a Chernihiv, al norte de Ucrania. Todos estaban aterrorizados ante lo que ocurría sobre sus cabezas esos días de la ocupación rusa de marzo de 2022. Más de un año después, la visita al sótano sobrecoge. En cada habitación se puede leer el número de personas que dormían allí, apiñadas: 28 adultos y cinco niños para una estancia de 10 metros cuadrados. El más pequeño era un bebé de mes y medio; el mayor, un anciano de 93 años. En otra habitación están escritos los nombres de la decena de personas que murió durante ese mes de tortura.

Polhui asegura que antes de la guerra tenía buenas relaciones con los rusos, que muchos se acercaban a su pueblo, a un centenar de kilómetros de la frontera, a comprar fresas. Pero ahora está convencido de que los rusos no son como ellos. Dice que llegaban con envidia, que estaban furiosos porque veían que en Ucrania vivían mejor. Y ahora, ¿cómo espera que acabe todo esto? “Lo único que deseo es que podamos volver a la vida normal. Y que los rusos se pudran en el infierno”.

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